Hace casi un cuarto de siglo, la idea de José Mujica como líder político en Uruguay parecía una herejía. Un ex-guerrillero tupamarro, un preso político, ascendiendo al poder a través de las urnas. En aquel entonces, la opinión parecía unánime: su popularidad era imperdonable. Sin embargo, me equivoqué. Los uruguayos no solo aceptaron a Mujica, sino que lo abrazaron, convirtiéndolo en presidente y en un ícono global. Su éxito no radica únicamente en la carismática mezcla de chabacanería y poesía en su lenguaje, que conecta con la gente de una manera única. Mujica es un político experto, un estratega que, a pesar de su marcada desconfianza en el Estado, ha logrado navegar con éxito el complejo panorama político. Sus creencias libertarias, su convicción de que “las cosas importantes siempre son sencillas”, han resonado profundamente, no solo en Uruguay, sino en todo el mundo. Un encuentro casual en España con un anciano romano que admiraba profundamente a Mujica, a pesar de la complejidad de su discurso, ilustra perfectamente este punto. El romano lo entendía, porque Mujica “hablaba con el corazón”. Su trayectoria política es un viaje fascinante, desde la guerrilla tupamara, gestada en parte por el fracaso de la izquierda en las urnas, hasta su llegada al Palacio Legislativo en motoneta. La caída del Muro de Berlín y la implosión del socialismo real marcaron un punto de inflexión, llevando a la izquierda uruguaya a reconsiderar sus estrategias, abrazando la vía democrática. El MPP, nacido de las cenizas de los tupamaros, se convirtió en una fuerza electoral significativa, impulsado por la creciente popularidad de Mujica. Su presidencia, aunque no exenta de fracasos en importantes iniciativas, consolidó su imagen pública. Su gobierno, que disfrutó de un período de prosperidad económica, también enfrentó desafíos significativos en áreas como la educación, el sector público y la gestión económica. A pesar de estos desafíos, su popularidad permaneció intacta. Sin embargo, su verdadero legado trasciende los logros o fracasos de su gobierno. Mujica se ha convertido en un símbolo universal de la senillez, la austeridad, y sobre todo, de la tolerancia y las libertades democráticas. En un mundo cada vez más polarizado y consumista, su mensaje de rechazo al odio y su defensa a ultranza de la democracia resonarán por generaciones. Su reciente anuncio de que se está muriendo, a sus 89 años, no opaca su trascendencia. Mujica deja atrás un amplio legado político, pero su verdadera herencia reside en su forma de vida y su filosofía de vida, una llamada a la simplicidad y la importancia de la libertad en un mundo complejo. Su historia es un testimonio del largo camino que puede recorrer un hombre, desde la guerrilla hasta la presidencia, dejando un mensaje atemporal de esperanza y reflexión.