Uno de los directores estadounidenses más promisorios de los últimos tiempos, Jeremy Saulnier se fue haciendo un nombre gracias a policiales violentos, oscuros e intensos como BLUE RUIN (2013) o GREEN ROOM (2015). Ya más cerca en el tiempo, su thriller HOLD THE DARK (2018) fue una ligera decepción, pero siempre se esperan sus thrillers con una mayor anticipación que la mayoría de las películas del género, especialmente de las que se estrenan directo vía plataforma. Y REBEL RIDGE, si bien no está a la altura de sus dos más conocidas (hay una anterior, una comedia de terror titulada MURDER PARTY que no vi) marca un regreso a lo que mejor sabe hacer: esos policiales de pueblo chico que tienen mucho de western moderno.
A lo largo de sus más de dos horas, REBEL RIDGE transita varios caminos y tonos, pero quizás el principal es uno que lo une a la línea Howard Hawks/John Carpenter de películas como RIO BRAVO o ASALTO AL PRECINTO 13. Si bien no es, como esas, una película que desarrolla todas sus tensiones alrededor de una comisaría o destacamento policial, ese quizás sea su principal escenario, uno al que la película vuelve más de una vez, como si no pudiese liberarse de su temeraria tracción. Es una comisaría de un pueblo chico –Shelby Springs, Louisiana– y lo que sucede allí va a cambiar la vida del protagonista, de un día para el otro.
Todo arranca cuando Terry Richmond (Aaron Pierre, de THE UNDERGROUND RAILROAD) viaja en bicicleta por una ruta y es golpeado por un auto de policía. ¿El motivo? Según ellos, al estar con los auriculares escuchando música a alto volumen no los oyó cuando lo pararon. Excusas van, discusiones vienen, lo cierto es que le terminan sacando de su bolso 36 mil dólares en efectivo. Terry explica que 10 mil son para sacar a su primo de la cárcel –en la que está por posesión de marihuana– y el resto son sus ahorros con los que intenta comenzar un emprendimiento con él. Los policías, advirtiendo la posibilidad de hacerse un dinero fácil, se quedan con la plata como «evidencia» de actividad sospechosa y lo dejan libre.
Es obvio que para Terry recuperar ese dinero no va a ser sencillo, pero su problema es que lo necesita urgente, ya que a su primo lo trasladarán a otra cárcel en la que corre peligro de vida. Es por eso que toma una decisión arriesgada, que es la de ir a la comisaría en cuestión y tratar de negociar para que al menos le devuelvan el dinero de la fianza, prometiéndoles no hacer reclamo alguno por el resto. Allí se topa con el comisario Sandy Burnne (el irrompible Don Johnson), un tipo bastante inescrupuloso que aparenta aceptar el acuerdo pero que luego se echa atrás y sube aún más la apuesta. Lo que no sabe es que Terry es un tipo «preparado» para este tipo de situaciones y que, al darse cuenta que con su fase negociadora no logrará nada, decide ir aún más lejos y declararle algo así como la guerra.
Ese será el planteo inicial sobre el que se apoya Saulnier, pero que luego alterará bastante en relación a los modelos clásicos. Es que en paralelo, una mujer llamada Summer (AnnaSophia Robb) que trabaja en la justicia intenta ayudarlo, cambian las circunstancias ligadas a su primo preso y la trama toma, promediando el relato, un giro inesperado que amplía el asunto de la revancha personal a un caso posiblemente grave de corrupción policial generalizada. Viendo las caruchas y las actitudes de Johnson y su equipo de oficiales, no quedan muchas dudas que los tipos están en negocios un tanto más grandes que quedarse con el dinero de un gil con el que se topan en la ruta.
La paradoja de la película de Saulnier es que, cuando empieza a complejizarse y a ahondar más en los sistemas de corrupción y las relaciones que tiene eso una serie de personajes del pueblo, pierde cierto ritmo e intensidad. Es, sí, más inquietante en cuanto a sus conexiones narrativas y profunda en lo que respecta a su contenido, pero esa energía más simple y directa casi al estilo Rambo que tiene de entrada, un poco se desvanece. Y para retomarlo la película tarda un buen rato en recomponerse, como si terminara un primer episodio de una serie para dar paso a un segundo.
Algo similar pasa con los escenarios. Todo se va armando en función de un modelo de locación más o menos única, con la consecuente tensión, toma de rehenes, violencia y traiciones, pero la película lo deja de lado antes de lo esperado para mucho tiempo después regresar allí. No es necesariamente un problema –tampoco hay tantos ni tan ricos personajes para sostener casi dos horas de película en una comisaría–, pero lo que sí genera esa decisión es una serie de quiebres, de falta de aparente continuidad, en la estructura narrativa.
De todos modos, Saulnier tiene el talento y el manejo de la tensión suficientes –sus películas son siempre más oscuras que la media, cinematográficamente hablando– como para despabilar a su propia película cuando parece entrar en un bache narrativo de esos plagados de información específica que, a la larga, no cambian mucho las cosas. Es que, al fin y al cabo, los detalles concretos respecto a qué es lo que hace el comisario y su gente en ese pueblo chico no son demasiado importantes, es un McGuffin para conducir la narración. Lo que importa, al final, es lo mismo que en los buenos westerns de los años ’50 en adelante: si la civilización –o algo que se le parece a ella– le gana o no a la barbarie.